La cuestión agraria en Colombia: la necesidad estructural de una reforma agraria en tres momentos claves de nuestra historia

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Primera aproximación a la cuestión agraria en Colombia

 

En cuanto a lo que a cuestión agraria se refiere, es muy conocido el hecho de que la región hispanoamericana se caracteriza por una extrema desigualdad en el acceso a la tierra agrícola (Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, 1965; Berry, 2002). Dicha desigualdad hunde sus raíces en el modelo de señoríos o de hacienda propio de la España medieval, la cual se caracterizaba por una muy rigorosa jerarquización social, auspiciada por una burocracia bastante compleja y un régimen social de creencias religiosas católicas. Una jerarquización en la que básicamente confluían dos clases sociales: señores y campesinoS (Valencia, 2011; Valencia y Mariño, 2014). De dicha confluencia se desprendendían tres tipos de tenencia de la tierra, que son, el señorial, el campesino y las tierras comunales (Chonchol, 1996). En un primer momento, la hacienda en la región estuvo relacionada con los grandes complejos mineros, por lo cual los campesinos no eran otra cosa más que una unidad de producción, la cual, desde luego, propició que fueran víctimas de un genocidio brutal de tintes laborales (Cardozo, 2005). Mucho más adelante, con el proceso de independencia, la tierra adquirió durante un tiempo una categorización de “botín de guerra”, es decir, los grandes caudillos, y en general la clase social que pretendía crear un régimen republicano autónomo, vieron en los procesos de configuración de nación una forma de tomar grandes cantidades de tierra, considerándose ellos mismos los sucesores de los señores hacendados para poder estar, por tanto, en lo más alto del orden social. En otras palabras, la tierra siempre ha jugado un papel fundamental en cuanto a lo que hegemonía social y desigualdad se refiere en Hispanoamérica.

 

En muchos países latinoamericanos, ya consolidado el orden republicano que perpetuó el sistema de señoríos, se intentó en varias oportunidades, con mayor o menor éxito, establecer reformas agrarias de fondo. Sin embargo, para el caso de Colombia bien nos dice Albert Berry que si alguno de esos esfuerzos hubiera logrado mejorar la distribución de la propiedad de la tierra por tamaños o clarificado los derechos a la misma de forma positiva, la desdichada situación actual de Colombia habría sido bastante diferente (Berry, 1999). Desde un punto de vista anclado en los derechos humanos, dicha situación ha redundado en que los campesinos, como pertenecientes a la parte cultural-productiva subordinada, hayan padecido la ausencia o por lo menos una disminución bastante notable y aguda en cuanto a lo que se refiere a algunos derechos básicos relacionados con la cuestión agraria. Entre dichos derechos encontramos el derecho a contar con medios de producción agropecuaria, lo cual encierra en sí mismo otros derechos como el derecho a la información sobre insumos, el derecho a contar con material genético o el derecho de recibir asistencia técnica. También cabe mencionar el derecho a acceder a un sistema judicial o el derecho a acceder a fuentes de financiamiento (Defensoría del Pueblo de Colombia, 2015). Y aunque dichos derechos se contemplan un poco en la constitución de 1991 como veremos más adelante, lo cierto es que los artículos constitucionales que hablan en concreto sobre dichos derechos (64, 65 y 66) y muchas leyes que han venido después, además de quedarse cortos, profieren mucha vaguedad en cuanto a los trámites y puesta en marcha efectiva de dichos derechos.

 

Por otra parte, como bien menciona la autora Olga Lucía Méndez (2011) que si bien es cierto que los campesinos se adaptan a las posibilidades brindadas por el capitalismo y las continuas transformaciones del sistema, ellos no dejan “de producir y usar la energía de la materia viva por medio del trabajo humano y la reproducción de la unidad domestica de trabajo y consumo” (Méndez, 2011. 62). Es decir, la fuerza de trabajo campesino es susceptible de ser explotada de forma inmisericorde, más aún cuando se borra la frontera entre el trabajo agrario como tal y el trabajo de subsistencia, y cuando los grandes hacendados son quienes controlan las condiciones de producción agrícola, ya que una de las constantes latinoamericanas es que la tierra, socialmente hablando, es una mezcla compleja de motivaciones de índole económico, deseos de poder político y prestigio (Chonchol, 1996). De esa forma, si tenemos en cuenta lo que de manera breve se ha expuesto hasta este punto, bien podemos decir que en la historia de los países de la región, una constante básica ha sido la necesidad imperiosa de establecer reformas agrarias que den un vuelco a tales relaciones estructurales e institucionales de poder.

 

En lo que a ello respecta, en el presente texto se presentará brevemente tres momentos claves en los cuales las fuerzas sociales y/o políticas estuvieron cerca de una reforma agraria de fondo o que por lo menos se le intentó dar cierta prevalencia a lo agrario desde un marco jurídico y normativo que pretendía, a su vez, ciertas transformaciones sociales[1]. Dichos momentos son: La Ley 200 de 1936, la Ley 135 de 1961 durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo y la Constitución de 1991.

 

  1. La cuestión agraria y la Ley 200 de 1936

 

La dinámica económica durante más del setenta por ciento del siglo XX en Colombia se caracterizó por la exportación del café, con lo cual se logró cierta articulación con el mercado mundial (lo que en economía es denominado “el sector externo”), pero se padeció el problema de las fluctuaciones del precio típico de todo sistema monoexportador, mientras que, por otra parte, dicha dinámica se caracterizó también por la consolidación de la industria (Rodríguez, 1996), principalmente mediante el modelo de sustitución de importaciones. Con dicho contexto económico inicia en Colombia en  1934 el primer mandato del presidente Alfonso López Pumarejo, segundo presidente liberal, y segundo presidente no conservador del siglo xx en nuestro país. Su programa de gobierno se denominó Revolución en Marcha en cuanto que Pumarejo pretendía modernizar el país y acelerar el desarrollo de tipo industrial-capitalista, mientras que el lema por el cual se le recuerda, cabe decir, es: “el deber de un hombre de Estado es efectuar, por medios pacíficos y constitucionales, todo lo que haría una revolución por medios violentos”. Y en ese contexto, mucho más específico, se lleva a cabo la reforma constitucional de 1936 a la constitución de la República de Colombia de 1886 redactada por Miguel Antonio Caro. Una reforma con la cual, de acuerdo con Sandra Botero (2006), se pasó en nuestro país a un modelo de Estado interventor en el cual las políticas sociales pasaron a ser un elemento primordial en la misma configuración de los estados nacionales.

 

La autora Sandra Botero (2006), nos dice que el texto final de la reforma de 1936, de 35 artículos en total, “modificó disposiciones constitucionales sobre diversos temas: límites geográficos, división territorial, funcionamiento del Congreso, régimen de propiedad privada, ciudadanía y educación, entre otros” (Botero, 2006: 88). Pero más allá de la reforma, también hubo otras acciones en materia agraria, educativa y tributaria, y una de esas acciones fue la Ley 200 de 1936. La reforma en sí, atacó el régimen de propiedad territorial imperante en aquel entonces, por ejemplo, se dispuso que los predios no explotados o incultos regresaran al control del Estado tras 10 años, a partir de la promulgación de la ley, si durante ese tiempo no eran cultivados debidamente, desde luego. También se abría la posibilidad de que terrenos dados en arriendo pasaran a ser propiedad del inquilino. Como se puede apreciar, la Ley 200 de 1936 se centra en la cuestión de la propiedad de la tierra, de ahí que  Dorner dijera en su momento que “toda reforma agraria consiste fundamentalmente en una serie de cambios sustanciales y deliberados en el régimen de tenencia de la tierra, o sea, en la propiedad y control de los recursos de tierra y agua (Dorner, 1972).

 

Al respecto, recordemos que Solon Barraclough (1968) nos dice lo siguiente.

 

Tenencia de la tierra significa las relaciones legales o tradicionales entre las personas que ejercen derechos sobre el uso de la tierra. El término se utiliza en un sentido amplio para incluir los derechos de todos aquellos que mantienen algún interés en la tierra, tales como propietarios, ocupantes, trabajadores agrícolas, y personas e instituciones que prestan dinero a los agricultores, e incluye también la división de derechos entre la sociedad y las personas individualmente» [Barraclough, 1968].

 

De esa forma, dentro del modelo de Estado interventor que mencionamos líneas atrás la Ley 200 de 1936, atribuyó a la propiedad una función social que obligaba a explotar las tierras so pena de extinción de dominio (Albán, 2011). No obstante, los grupos conservadores del país se opusieron de múltiples formas a la reformar de Pumarejo siendo una de ellas la creación de la Asociación Patriótica Económica Nacional (APEN). Una asociación que estuvo conformada por terratenientes, industriales y banqueros y cuyo principal órgano de expresión fue el periódico La Razón. Además de dicha oposición, otro aspecto que impidió que la reforma pudiera concretarse de forma debida, fue la misma debilidad jurídico-política e institucional del país. De acuerdo con Álvaro Albán, con el paso del tiempo:

 

Dicha debilidad propició la concentración de la propiedad de la tierra e incentivó la expansión de la superficie agrícola dedicada a la ganadería extensiva en detrimento de la producción de alimentos, y en los últimos tiempos la proliferación de grandes plantaciones que absorben poca mano de obra. Los grupos ligados a este tipo de actividades concentran enorme poder e impulsan iniciativas de política que favorecen sus intereses en desmedro de los intereses colectivos, y de paso es muy baja su contribución al fisco nacional y local (Albán, 2011: 340).

 

La cuestión agraria y el gobierno y la Ley 135 de 1961 durante el gobierno de Lleras Camargo

 

Alberto Lleras Camargo fue el primer presidente durante el denominado Frente Nacional, más exactamente entre los años de 1958 a 1962. Para dar solución a varios de los problemas que por aquel entonces tenía el campo, Lleras Camargo dio paso a la Ley 135 de 1961, con la cual se creó el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA). De acuerdo con Laura Elena Salas y Ángela Patricia Zorro Medina (2013) el objetivo de la reforma consistía en aumentar la productividad agrícola, a través de mecanismos varios que permitieran aumentar incentivos al uso efectivo de la tierra, tales como la asistencia técnica y financiera para el establecimiento de los cultivadores en las tierras entregadas, además de una política de expropiación semejante a la reforma de 1936, con la cual se pudieran aprovechar de mejor manera las tierras. No obstante nos dice Laura Elena Salas y Ángela Patricia Zorro Medina (2013) que en el año de 1973, bajo el Pacto de Chicoral, establecido precisamente por grandes latifundistas para evitar una reforma agraria, la reforma llegó a su fin, y se inició una nueva era de fomento en la colonización de la tierra colombiana. “Esta nueva tendencia obstaculizó los procesos de expropiación que el INCORA llevaba a cabo con fines redistributivos” (Salas y Zorro, 2013: 205). De ese modo:

 

La política agraria se alejó de la ideología que buscaba la redistribución de la tierra, bajo la premisa de la necesidad de concentrar la tierra en las manos de grandes terratenientes con la maquinaria necesaria para hacer de los predios una fuente de mayor productividad de la economía del país (Salas y Zorro, 2013: 205).

 

En esta ley de reforma nuevamente  se considera el tema de la propiedad de la tierra como un punto clave de ahí que el mismo Artículo primero de la reforma mencione:

 

ARTICULO 1º. Inspirada en el principio del bien común y en la necesidad de extender a sectores cada vez más numerosos de la población rural colombiana el ejercicio del derecho natural a la propiedad, armonizándolo en su conservación y uso con el interés social, esta Ley tiene por objeto: Primero. Reformar la estructura social agraria por medio de procedimientos enderezados a eliminar y prevenir la inequitativa concentración de la propiedad rústica o su fraccionamiento antieconómico; reconstruir adecuadas unidades de explotación en las zonas de minifundio y dotar de tierra a los que no las posean, con preferencia para quienes hayan de conducir directamente su explotación e incorporar a ésta su trabajo personal… (Ley 135 de 1961).

 

Sin embargo, la reforma era un proyecto de ley mucho más amplio, en el cual se establecía que muchas condiciones estructurales mediaban en torno a lo que se refería al campo y a la cuestión agrícola, así tenemos que algunas de las funciones del INCORA (establecidas en el Artículo tercero de la Ley 135 de 1961), eran, por ejemplo, “promover y auxiliar o ejecutar directamente la construcción de las vías para dar fácil acceso a las regiones de colonización, parcelación o concentraciones parcelarias”, o “promover y auxiliar o ejecutar directamente labores de recuperación de tierras, reforestación, avenamiento y regadíos en las regiones de colonización, parcelación o concentraciones parcelarias”. Cabe anotar que las luchas campesinas hasta el momento estuvieron bastante enfocadas hacia la capitalización y la mejora estructural agrícola, y precisamente era eso lo que se intentaba establecer en las reformas que no pudieron llevarse a cabo con efectividad por la ya mencionada debilidad jurídico-institucional y la oposición de los grandes latifundistas. Por ello mismo Tatiana Roa Avendaño (2009) nos llama la atención sobre el hecho de que “lo cierto es que el programa del campesinado colombiano nunca incluyó dentro de sus repertorios de contienda la reivindicación de la inalienabilidad ni la propiedad colectiva o comunal de la tierra y mucho menos la nacionalización” (Roa, 2009).

 

Años más adelante Carlos lleras Restrepo fue presiente, más concretamente entre los años de 1966 a 1970. Lleras Restrepo llamó a su gobierno e de la Transformación social. En cuestiones políticas cabe mencionar que durante este periodo se restableció relaciones con la Unión Soviética, suspendidas desde 1948 tras el Bogotazo. Cabe decir que uno de los lemas de dicho presidente era: “más que un país de peones, Colombia debe ser un país de propietarios”. En 1967, bajo dichos auspicios se creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), con el fin de darle un mayor soporte institucional al INCORA, no obstante, como ya se mencionó líneas atrás, la oposición a la reforma finalmente terminó por desviar el curso de acción.

 

La cuestión agraria y la constitución de 1991

 

De acuerdo con Laura Elena Salas y Ángela Patricia Zorro Medina (2013), con el cambio constitucional de 1991 el Estado colombiano reconoció la importancia de proteger derechos de índole económica y social, con lo cual se abrió un nuevo esquema de reforma agraria que, siguiendo la continuidad de un afán modernizador y capitalista de tipo industrial, se enfocaba en el mercado. A este respecto se destacan los artículos 60, 64 y 5 de la Carta Constitucional. De ese modo, en el imaginario de las luchas populares, los derechos empezaron a ser un mecanismo de lucha contrahegemónica y de reivindicación en cuanto a lo que a cuestión agraria se refiere. En otras palabras a raíz del cambio estructural de la constitución de 1991 las luchas campesinas “dejaron de limitarse a las luchas tradicionales por la tierra y las políticas agrícolas, y se expandieron a las luchas por la reivindicación de los derechos humanos y el cubrimiento de los DESC” (Salas y Zorro, 2013: 206). En el Artículo 64 de la Carta Constitucional encontramos, por ejemplo, lo siguiente.

 

Es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajadores agrarios, en forma individual o asociativa, y a los servicios de educación, salud, vivienda, seguridad social, recreación, crédito, comunicaciones, comercialización de los productos, asistencia técnica y empresarial, con el fin de mejorar el ingreso y calidad de vida de los campesinos (Artículo 64, Constitución de la República de Colombia).

 

Sin embargo, hay que tener en cuenta que como  bien afirma Maurice Hauriou (1927) ninguna institución política, y entre ellas la institución constitucional, tiene por sí sola la virtud de realizar el justo equilibrio entre el poder, el orden y la libertad, puesto que la forma y las directrices en sí mismas que adopte la institución constitucional es menos importante que las creencias y las culturas políticas en el plano fáctico de un entorno social dado (Valadés, 2006).  Por ello mismo no es de extrañar que el plano normativo quede rezagado como mera abstracción jurídica mientras las desigualdades, en el plano agrario, aun con la nueva funcionalidad de derechos que le brinda la constitución de 1991 al tema de tierras y al campesinado, sigan aumentando. Y cabe mencionar que la estructura cultural y social que no deja de perpetuarse con sus diferentes modos de expresión es la ya mencionada en el primer apartado de este texto, de la jerarquización social entre el señorío y los campesinos. Debido a ello, los campesinos encabezan desde los años noventa muchas movilizaciones sociales, aunque ello también es un factor para afirmar que, a raíz de los cambios constitucionales y de los derechos como instrumento de lucha, la población campesina recobró importancia en el marco del movimiento social del país debido a las multitudinarias marchas campesinas realizadas a los largo de dicha década. De ahí que no sea raro afirmar que.

 

…la realidad es que en términos de equivalencia jurídica en cuanto a la relación entre las disposiciones legales y el efectivo cumplimiento de la ley en el país, se corre el riesgo, como pasa en la mayoría de las problemáticas que caracterizan a Colombia, que el embate termine con una excelente doctrina jurídica para los doctrinarios y una mala o perversa fórmula de la ley para los desterrados (Gutiérrez, 164).

 

Para finalizar, cabe decir, que la inclinación de la cuestión agraria hacia el mercado a través de la constitución de 1991 y la primacía del mercado en cuestión agraria, redundó en el debilitamiento del agro y de la misma situación campesina. El mismo INCORA se vio debilitado ya que con la liberalización de los productos agrícolas perdió muchas fuentes de financiamiento. El peor año agrícola en Colombia, por ejemplo, fe el de 1992, cuando el producto agrícola cayó un 12, 6 %. Como conclusión parcial, or tanto, a todo lo anteriormente descrito, bien se puede decir que la cuestión agraria en Colombia no operó de forma articuladora, mientras que a pesar del gran avance en materia de derechos de la constitución de 1991, con la misma Carta Constitucional se estableció el mecanismo de mercado de tierras como sustituto neoliberal a una reforma agraria de tintes efectivos (Roa, 2009). Recordemos que como bien afirma Aura Patricia Bolívar Jaime:

 

La persistencia de la concentración de la tierra, la desigualdad, la extrema pobreza y en general la sistemática negación de los derechos de la población rural, constituyen factores que impiden la dignificación de esta población y la construcción de una paz estable y duradera (Bolívar, 2016).

 

Bibliografía:

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Bolívar Jaime, A. (2016). Reforma Rural Integral: Una promesa de la Constitución de 1991. Revista Semana: http://www.semana.com/opinion/articulo/aura-patricia-bolivar-jaime-reforma-rural-integral-una-promesa-de-la-constitucion-de-1991/491793

Botero, S. (2006). La reforma constitucional de 1936, el estado y las políticas sociales en Colombia. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura No. 33, 2006, pp. 85-109.

Barraclough, Solon. (1965) ¿Qué es una reforma agraria? En Delgado, Oscar (compilador) Reformas Agrarias en América Latina. Procesos y perspectivas. México: Fondo de Cultura Económica.

Berry, A. (1999). Could Agrarian Reform Have Avoided Colombia`s Crisis? Mimeo.

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Cardozo Cardona, J. J. (2005). El desconocimiento del indio y la colonización: entre el mito y la fantasía. Revista Virtual Universidad del Norte.

Chonchol, J. (1996). Sistemas agrarios en América Latina. En J. D. Vargas (Ed.), Proceso agrario en Bolivia y en América Latina. La Paz: Plural.

Defensoría del pueblo (2015). Derechos de los campesinos. Defensoría del pueblo.

Dorner, P. (1972). Reforma agraria y desarrollo económico. Madrid: Alianza Universidad.

Gutiérrez Ossa, J. (2014). Costos sociales de transacción de la ley  de restitución de tierras en Colombia: Un país sin reforma agraria. Jurídicas CUC 10(1): 157-196, 2014.

Hauriou, M. (1927). Principios de Derecho público y constitucional. Madrid: Reux.

Méndez Polo, O. L. (2011). Perspectiva analítica de la alianza sociología rural y cuestiones ambientales. Revista colombiana de sociología, Vol 34, n. 2.

Roa Avendaño, T. (29 de octubre de 2009). La cuestión agraria en Colombia. En: Prensa Rural: http://www.prensarural.org/spip/spip.php?article3153

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Salas Noguera, L. y Zorro Medina, A. (2013). Las reformas agrarias en Colombia: la lucha campesina en el marco del desplazamiento forzoso.

Valadés, D. (2006). El control del poder. México: Editorial Porrúa.

Valencia Toro, M. (2011). ¿Vecinos tan diferentes? Guayaquil y Travesías. Dos entregas de tierras en el municipio de Córdoba Quindío (tesis de maestría). Pontifica Universidad Javeriana, Bogotá.

Valencia Toro, M, y Mariño Arévalo, A. (2014). La empresa agroindustrial colombiana: un análisis de relaciones de poder y configuración de la apropiación de factores productivos. Equidad y desarrollo, n, 22.

 

 

 

 

[1] En la actualidad, desde una perspectiva anclada en lo normativo, encontramos, en cuanto a lo que al tema agrario se refiere, la Ley 160 de 1994, mediante la cual se creó el Sistema Nacional de reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino, así como el Decreto 1071 de 2015 Reglamentario del Sector Administrativo, Agropecuario, Pesquero y de Desarrollo Rural.

-Gian Carlo Paredes y Miguel Ángel Guerrero

Definición de intimidad personal y familiar en la Sentencia No. T-414/92 de la Corte Constitucional colombiana

“…se protege la intimidad como una forma de asegurar la paz y la tranquilidad que exige el desarrollo físico, intelectual y moral de las personas, vale decir, como un derecho de la personalidad”.

 

 

Esta particular naturaleza suya determina que la intimidad sea también un derecho general, absoluto, extrapatrimonial, inalienable e imprescriptible

 

(…)

 

En algunos pronunciamientos de la jurisprudencia francesa, el profesor Stromholm considera que la intimidad no es otra cosa que el derecho de una persona de manejar su propia existencia como a bien lo tenga con el mínimo de injerencias exteriores.

 

(…)

 

Entre las prácticas más perturbadoras de los particulares la doctrina señala la exposición pública de fotografías sin el consentimiento del retratado, las vociferaciones para anunciar la venta de mercancía, el asedio inoportuno de periodistas en momentos de extrema pesadumbre, las llamadas telefónicas de anónimos injuriadores, el empleo ilícito de aparatos destinados a espiar detalles de la vida íntima, el empleo abusivo de la informática en el acopio de datos sobre los antecedentes comerciales y la circulación de libros, filmes y videos cuyos argumentos reproduzcan, sin tacto alguno, episodios desgraciados de la vida real de las personas.

 

(…)

 

Esta particular naturaleza suya determina que la intimidad sea también un derecho general, absoluto, extrapatrimonial, inalienable e imprescriptible y que se pueda hacer valer «erga omnes», vale decir, tanto frente al Estado como a los particulares. En consecuencia, toda persona, por el hecho de serlo, es titular a priori de este derecho y el único legitimado para permitir la divulgación de datos concernientes a su vida privada. Su finalidad es la de asegurar la protección de intereses morales; su titular no puede renunciar total o definitivamente a la intimidad pues dicho acto estaría viciado de nulidad absoluta.

 

(…)

 

En efecto, la intimidad es, como lo hemos señalado, elemento esencial de la personalidad y como tal tiene una conexión inescindible con la dignidad humana.  En consecuencia, ontológicamente es parte esencial del ser humano. Sólo puede ser objeto de limitaciones en guarda de un verdadero interés general que responda a los presupuestos establecidos, por el artículo 1o. de la Constitución.  No basta, pues, con la simple y genérica proclamación de su necesidad: es necesario que ella  responda a los principios y valores fundamentales de la nueva Constitución entre los cuales, como es sabido, aparece en primer término el respeto a la dignidad humana.

 

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Tomado de: http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1992/t-414-92.htm

Magistrado ponente: Ciro Angarita Barón
Véase también: Estado de las garantías en el proceso penal colombiano. Necesidad de una reforma en el sistema de enjuiciamiento criminal. Alejandra Vanegas Salazar y Felipe Merizalde Arboleda. Tesis de grado: 2002.

Limitaciones para la existencia de un derecho penal internacional procesable más allá de las tipificaciones del artículo cinco de la Corte Penal Internacional

Limitations to the Existence of an Indictable International Criminal Law Beyond the Typifications of Article five of the International Criminal Court

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Resumen: Este texto tiene como objetivo reflexionar desde un punto de vista jurídico doctrinal y desde una perspectiva aterrizada en las ciencias sociales en general, en torno a algunos posibles factores por los cuales en el artículo cinco del Estatuto de Roma por el cual se crea la Corte Penal Internacional (CPI), solo se tipifican los delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crímenes de agresión. Se habla, igualmente, acerca de la importancia de que la Corte Penal Internacional expanda la tipificación de los delitos que procesa, colocando un énfasis especial en aquellos delitos relacionados con el crimen transnacional, y entre ellos, el delito de trata de personas. Finalmente, y para cumplir con el objetivo propuesto, se ponen en relación conceptos como el de soberanía, crimen transnacional, jurisdicción complementaria y principio de la legalidad del delito, ello bajo la idea de que en el derecho penal internacional contemporáneo prima el paradigma jurídico de la represión de la criminalidad de guerra como principio de precaución básico de las relaciones internacionales.

 

Palabras clave: dignidad humana, principio de la legalidad del delito, crimen transnacional, represión de la criminalidad de Guerra, trata de personas.

Key Words: human dignity, the principle of legality of crime, transnational crime, repression of crime War, human trafficking.

 

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Introducción: antecedentes del Derecho Penal Internacional y el paradigma de la represión de la criminalidad de Guerra como materia fundamental para procesar penalmente en cuanto a lo que a defensa jurídica de la dignidad humana se refiere

 

Existen algunos antecedentes del Derecho Penal Internacional que nos sitúan en contextos previos a la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es con el intento de la Parte Séptima del Tratado de Versalles de 1919 para juzgar al Káiser Guillermo II de Alemania, y muy especialmente con el establecimiento del Tribunal de Núremberg, finalizada la Segunda Guerra mundial, que podemos hablar de la configuración de un Derecho Penal Internacional (DPI), como aquella rama de lo jurídico que preocupa a la comunidad internacional en general y del cual el DPI contemporáneo sigue su legado (Reyes 2007). El Tribunal de Núremberg, cabe decir, marca historia ya que las diversas tragedias y el horror inenarrable que se experimentó en varias partes a lo largo y ancho del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, incitó, junto a otros intereses políticos y militares, desde luego, a que se llevara a cabo un tribunal que tratara de rescatar algo de la humanidad que para entonces se había perdido durante el conflicto mundial (Bassiouni 1980; Reyes 2007). Como resultado, el Tribual de Núremberg, cuya duración se sitúa entre 20 de noviembre de 1945 y el 1 de octubre de 1946, y cuya idea inicial se le ocurrió al secretario de Guerra Estadounidense, Henry Stimson, fue un tribunal pensado para juzgar no sólo Crímenes de Guerra sino Crímenes contra la humanidad.

 

Es así como el Derecho Penal Internacional de aquel entonces contempló que se podía juzgar aquellos crímenes que atentaran contra lo más esencial de la humanidad. Cabe recordar que importantes teóricos como Theodor Adorno llegaron a postular para aquellas fechas, la importancia de postular un nuevo imperativo ético que reemplazara, ante las tragedias y los horrores vividos, el principio kantiano de obrar procurando que tu acción se vuelva ley universal (o procurando que la conducta propia fuera elevada a ley general de comportamiento), de forma tal que Adorno terminó por postular el imperativo de que la humanidad debe actuar de forma tal que jamás se repita un episodio como el del campo de concentración de Auschwitz (Adorno 1993). Un episodio que para Adorno fue un momento de horror y sufrimiento más allá de lo imaginable, con la acotación de que los nazis que lo llevaron a cabo actuaban bajo la racionalidad instrumental, y en gran parte, y de acuerdo con una importante teórica como Hannah Arent (1999), bajo la creencia de que hacían lo que debían. Pero más allá de la discusión que respecta a los horrores vividos durante la Segunda Guerra mundial y sus características éticas y sociales, lo que encontramos es que el establecimiento del Tribunal de Núremberg, a pesar de que por una parte fue una especie de justicia del vencedor (Zolo, 2007), de cualquier forma fue un gran avance en el Derecho Penal Internacional en cuanto que se consideró como materia de ley más allá de los Estados Nacionales defender la dignidad humana.

 

Sin embargo, ya que el contexto en el cual se estableció el tribunal fue un contexto en el cual acababa de tener lugar una guerra total, el paradigma sobre el cual se fundamentó la defensa penal de la dignidad humana, y que en el presente texto se sostendrá que aún se mantiene, es el paradigma de juzgar aquellos delitos contra la humanidad que tengan lugar en contextos de criminalidad de guerra. Es decir, la represión de la criminalidad de guerra se postula desde Núremberg como paradigma hegemónico de la constitucionalidad global, lo que en otras palabras quiere decir que se postula como paradigma hegemónico de la defensa penal e internacional de los derechos humanos. Ello, atendiendo a la idea de Anne Peters, según la cual “el constitucionalismo global es una agenda política y académica que identifica y aboga por la aplicación de principios constitucionalistas en la esfera jurídica internacional para mejorar la efectividad y la justicia del orden jurídico internacional” (Peters 2009, 397-411), y que de acuerdo con Gonzalo Aguilar Cavallo (2016), tiene su fundamentación en los derechos humanos.

 

Luego del Tribunal de Núremberg y el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente, que presto operaciones entre 1946 y 1948, el mundo adoleció de la existencia de un tribunal penal internacional que fuera permanente. Para 1993 el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, creó el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), y en 1994 el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), ambos, como el tribunal de Núremberg o el de Tokio, tribunales ad hoc. Por lo que no es sino hasta el año de 1998 que se establece la Corte Penal Internacional como primer tribunal permanente de justicia a nivel mundial el cual entró en vigor desde el año 2002 tras la ratificación por parte de sesenta países. No obstante, la CPI es en gran parte hija del paradigma de Derecho Penal Internacional establecido en Núremberg, y del contexto de los genocidios yugoslavo (1991-1995) y ruandés (1994), razón por la cual la defensa de la dignidad humana se da en torno al hecho de juzgar aquellos crímenes cometidos por personas en contextos de guerra, razón por la cual delitos como el tráfico y la trata de personas (y en general todos aquellos cometidos por el crimen organizado transnacional), no son procesables por la corte. En los apartados siguientes se tratará de explorar algunas explicaciones en torno al hecho de por qué el Derecho Penal Internacional opera principalmente, en cuanto a lo que a defensa penal de la dignidad humana se refiere, en torno a delitos cometidos en contextos de guerra.

 

Derecho Penal Internacional, crimen transnacional y otros delitos y actos que atentan contra la dignidad humana

 

En un contexto global en el cual las relaciones se internacionalizan el crimen organizado logra alcanzar unas dimensiones sin precedentes (Bassiouni y E. Vetere 1998). Por una parte, el crimen deja de tener su antigua dimensión individual para adquirir una más corporativa (Blanco y Sánchez, 2000), por otra parte, las dimensiones que este adquiere, hacen que tenga una gran capacidad para permear y corromper los basamentos sociales, económicos y políticos de la sociedad (Rodríguez, 2010). Ello, como se ha mencionado, ocurre en un contexto global y transnacional, razón por la cual es primordial entender, en un primer término, a lo global, o más precisamente a la globalización, como el despliegue de conexiones, relaciones y negocios entre comunidades humanas, a la intensidad creciente de dichos fenómenos y al ritmo cada vez más rápido con que se producen (Guibernau 2003). En un segundo término, es importante entender el fenómeno lo transnacional como un proceso dinámico de construcción y reconstrucción de redes sociales que estructuran la movilidad espacial y la vida laboral, social, cultural y política de las personas que se movilizan entre Estados (Guarnizo 2007)[1]. Pues bien, el crimen organizado contemporáneo ha dado lugar a grandes estructuras criminales que han resultado de las mismas dinámicas sociales, de la intensificación de las relaciones humanas, y de la construcción y reconstrucción de redes sociales más allá de las fronteras entre los Estados. A raíz de ello podemos hablar asimismo de un crimen de tipo transnacional cuyas actividades delictivas afectan en un muy amplio grado y en una muy diversa variedad de formas a la dignidad humana.

 

No obstante, es de considerar que el Derecho penal contemporáneo tiene muy escasas y casi nulas competencias en cuanto a lo que al rompimiento de la dignidad humana por parte del crimen organizado transnacional se refiere. La cooperación internacional para combatirlo se limita en muy alto grado a la cooperación policial internacional, entre lo cual podemos destacar las labores de la INTERPOL. De igual forma existe cooperación judicial, asistencia mutua y, por supuesto, la extradición, dependiendo de las leyes de cada país, sus políticas y sus tratados internacionales ratificados (Blanco y Sánchez 2000). Sin embargo, no existe una corte permanente de justicia internacional que se ocupe de procesar dichos crímenes, ya que la competencia para ello suele recaer en los Estados. Ello, cabe decir, en lo que atañe al crimen transnacional, ya que existen muchas otras formas en las cuales se pueden violar los derechos humanos. Tómese a consideración el caso hipotético de un grupo de personas que decide espiar y violentar con ello la intimidad de una persona en concreto. Organismos del Estado donde ello sucede se percatan, pero no judicializan al no haber una imputación de cargos por parte de la víctima, que para efectos de nuestro ejemplo no se entera de lo sucedido. No obstante, una vasta porción de público sí está enterada de lo que ocurre, y entre ellos hay quienes quisiesen ayudar a la víctima pero aun cuando el derecho a la intimidad es constitucional en dicho Estado no hay una institución ante la cual puedan acudir para demandar y exigir que personas del común no espíen todos los pasos que da otro ciudadano (grabando por ejemplo lo que dicho ciudadano dice en el calor de su hogar a través de las paredes colindantes o interceptando sus comunicaciones electrónicas). De igual forma, no hay una institución a nivel internacional que se pronuncie ante casos así o que decida tomar riendas en el asunto juzgando a los principales culpables.

 

Es cierto que muchos casos cotidianos no requieren de medidas internacionales, razón por la cual tómese el ejemplo anterior como ello, es decir, como un ejemplo para ilustrar que hay atentados contra la dignidad humana y contra derechos como el buen nombre, la intimidad y la honra, que en un mundo de información más allá de los emplazamientos geográficos y de redes sociales y con ello de fenómenos como el ciberbullyng, entre otros, no son considerados por instituciones jurídicas internacionales. Cabe decir, que a pesar de que se echa en falta que haya instituciones que siquiera se pronuncien ante delitos producidos en un ambiente de paz y de aparente democracia estatal, hablar ya de un procesamiento penal internacional resulta imposible en términos jurídicos para delitos cometidos en dichos contextos y que no son reconocidos o intervenidos por los Estados. Existe de hecho un buen número de razones para ello que serán exploradas en este texto. Sin embargo, hay que considerar que en cuanto a lo que respecta al crimen organizado transnacional sí se echa en falta una ampliación del sistema penal internacional. La cuestión es que una gran gama de crímenes contra la dignidad humana no considerados por la CPI, lo cual, desde un primer vistazo choca con lo dicho por varios juristas que consideran que las infracciones a la dignidad humana corresponden a una amplia variedad de formas. Podemos citar a este respecto al jurista alemán A. Heffter (1857), quien en su momento llegó a decir que “toda negación verdadera e incondicional de los derechos personales y de los pueblos, toda infracción de  carácter general o particular dirigida contra estos derechos y formulada fuera de la adopción de las correspondientes medidas constituye una violación del Derecho Internacional, un agravio a todos los Estados”.

 

En lo que atañe al crimen organizado en sí mismo, a pesar de que lo podemos definir a grandes rasgos como un grupo de personas que se asocian para cometer actos ilícitos, o de manera más puntual como una red criminal que tiene lugar siempre y cuando exista algún tipo de división del trabajo del acto delictivo, es decir, si las personas desempeñan funciones distintas y tienen tareas diferentes en la comisión de dicho acto (o lo que es lo mismo: una naturaleza empresarial de la organización), y la red permanece a lo largo del tiempo y comete más delitos para obtener mayores ganancias económicas (Clavería 2011; Miralles 2016), la comprensión organizacional, social y económica de sus variantes actuales es aún un tema muy poco explorado. En parte debido al hecho de que un gran segmento del compendio de la investigación sobre el crimen organizado, se ha enfocado, tanto en su variante académica como en su variante de políticas públicas o luchas integrales contra la delincuencia, de una manera tal que ha estado motivada sobre todo por preocupaciones eminentemente prácticas (Schultze-Kraft 2016). Ello sin duda alguna a causa de la necesidad de combatir el fenómeno de la criminalidad en cuestión y por la misma estructura secreta y a las sombras de la misma.

 

En su variante transnacional, la red criminal cubre la demanda de productos ilegales resultante, entre otros factores, de los procesos de internacionalización económica, a una escala tal que se dice que este tipo de delincuencia afecta hoy la práctica totalidad de los países y que puede que mueva aproximadamente el 9% del comercio internacional en cifras del año 2001 (Duarte 2001). En lo que atañe a un concepto de delito transnacional, siguiendo a Rodríguez (2010), podemos decir que “son aquellas acciones u omisiones socialmente peligrosas que tienen una esfera de influencia marcada fuera del ámbito nacional, que aunque sean reprensibles por el derecho nacional, necesitan de la colaboración internacional para su más efectiva persecución, estén o no en convenios o tratados internacionales” [2]. Así visto, el crimen trasnacional ya que va más allá de las fronteras de los Estados requiere y demanda la cooperación de los mismos, pero surge no obstante la siguiente pregunta: ¿por qué no recurrir y fortalecer asimismo el Derecho Penal Internacional en sus tribunales internacionales (CPI), más allá de la necesaria cooperación de los Estados que hoy tiene lugar por ejemplo en materia de extradición, no tanto para combatir el delito en sí sino para proteger la dignidad humana violentada por el mismo? Una primera aproximación a dicha pregunta no la brinda la siguiente definición de Derecho penal Internacional:

 

“Un sistema de normas formadas como resultado de la cooperación entre Estados soberanos u órganos y organizaciones internacionales y tiene como objetivo defender la paz, la seguridad de los pueblos y él orden jurídico internacional, tanto de los crímenes internacionales más graves dirigidos contra la paz y la humanidad como de los delitos de carácter internacional,  previstos  o no en los tratados y convenciones internacionales y en otros actos jurídicos de índole internacional castigados a tenor con estos reglamentos y convenciones especiales y con acuerdos concertados entre Estados según las normas del Derecho Penal Internacional (Rodríguez 2010).

 

Como podemos apreciar, el derecho penal Internacional se aboga la jurisdicción de proteger a los pueblos, más que a las personas de manera individual, siendo estas últimas las más frecuentemente vulneradas por el crimen organizado transnacional como en el caso de la trata y el tráfico de personas. Por otra parte, hay que considerar que la primera corte penal internacional permanente, es decir, la CPI, es un organismo bastante reciente por lo cual, para ampliar sus competencias se requiere de una experiencia y de un trabajo jurídico previo extendido en el tiempo. Otra razón, la encontramos en el hecho de que la lucha contra el crimen organizado requiere luchar asimismo contra otros fenómenos de tipo estructural que escapan o van más allá de las competencias de un tribunal internacional. Considérense por ejemplo las actuales dinámicas del modelo neoliberal. A raíz de dichas dinámicas surgen grandes monopolios que devoran a las pequeñas y medianas empresas. Monopolios que deciden luego trasladar su capital y operaciones a lugares del mundo donde por ejemplo la fuerza de trabajo sea más económica a causa de la alta densidad de población, como lo es por ejemplo hoy día el sureste asiático, determinando con ello una desigual división internacional de los factores productivos, lo que a su vez genera en ciertas zonas del mundo escases de productos, desempleo y pobreza. Es cierto que dichas dinámicas no son las que ocasionan el crimen transnacional en sí mismo, no obstante determinan las demandas de productos ilegales de acuerdo al movimiento de los flujos de capital mundial.

 

De cualquier forma lo que se debe considerar es que el crimen transnacional atenta de múltiples formas contra la dignidad humana y los derechos humanos. Desde una visión policial podemos decir que atenta contra la dignidad principalmente por la variedad de técnicas y métodos que emplea los cuales contemplan no solo el fraude, sino la violencia, la intimidación o la explotación. Desde una mirada que abarque los contextos socioeconómicos y los flujos de capital, el crimen organizado puede atentar por ejemplo contra el medio ambiente en su modalidad de empresas mineras ilegales (Cuesta 2001). Por tanto,  bien se podría asegurar que los delitos que atentan contra la dignidad humana son muy variados pero mucho más en un entorno global de economía de mercado. Al respecto, en el apartado siguiente se hará énfasis en el delito de la Trata de personas y de la posibilidad de una corte permanente de justicia para delitos como aquel.

 

La defensa de la dignidad humana ante el Derecho Penal Internacional: el caso de la Trata de Personas

 

La Trata de Personas, considerada en la actualidad como la esclavitud del siglo XXl, se ha convertido, de acuerdo con autores como Cecilia Della Penna (2014), en una de las actividades predilectas del crimen transnacional. Se trata de un fenómeno sumamente antiguo, pero se dice que “solo desde fines de los años 70 con el incremento de las migraciones femeninas transnacionales ha salido a la luz  pública” (Ezeta 2006, pág 9). Es considerada igualmente un delito en contra de los derechos humanos y como el tercer negocio ilícito más rentable del mundo tras el tráfico de drogas y de armas. Puede manifestarse no sólo en la forma de la explotación laboral y sexual sino en gran número de variantes como lo es, por ejemplo, la extracción de órganos (Comisión Nacional de los Derechos Humanos 2013). En lo que atañe a su concepto, cabe decir que se maneja internacionalmente el que aparece en uno de los tres protocolos de Palermo de las Naciones Unidas del año 2000, más específicamente en el “Protocolo de las Naciones Unidas para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, Especialmente en Mujeres y Niños”, también conocido como el Protocolo contra la trata de personas [3]. Y dicho concepto, que aparece en el artículo tres del documento, es el siguiente:

 

La captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad, la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra con fines de explotación (Protocolo de Palermo, Art 3).

 

Ahora bien, a pesar de que el protocolo contempla el fenómeno de la captación, el trasporte y la acogida de personas, entendiéndose dichos fenómenos no solo a un nivel nacional sino transnacional, la lucha contra la trata de personas se maneja dese la cooperación entre las naciones y jurídicamente no existe un tribunal internacional que se ocupe de este delito, entre muchos otros que conciernen al crimen organizado transnacional. Sin embargo, hay que anotar que en el marco del segundo panel de la Primera Cumbre Iberoamericana sobre Derechos Humanos, Migración y Trata de Personas, celebrado el 12 de mayo de 2015 en la ciudad de Bogotá, expertos de la CPI expresaron el interés de la misma en la tipificación de este tipo de delitos. Ello, considerando que los ataques sistemáticos contra la población civil que involucran formas de esclavitud y maltrato a la dignidad humana poseen tales connotaciones que pueden ser considerados crímenes de lesa humanidad. Recordemos que los crímenes tipificados por la CPI y que aparecen en el estatuto de Roma, y que también aparecen en el artículo 5 del mismo son: el crimen de genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión, todos ellos bajo el paradigma iniciado en Núremberg de judicializar internacionalmente los delitos asociados con la criminalidad de guerra.

 

En torno a ello, y además de considerar que la aparición de la CPI aún es muy reciente y requiere de un trabajo y una experiencia penal mayor para tipificar los delitos que juzga, se puede proponer que una de las razones por las que el factor jurídico internacional se aleja en cuanto a lo que a la CPI tiene que ver con juzgar la trata de personas, es porque considerar este flagelo desde un punto de vista internacional, y en un contexto de globalización, implica tener en cuenta las desigualdades estructurales a través de las distintas geografías y configuraciones de poder del mundo contemporáneo. En efecto, hay desigualdades estructurales que de una u otra forma intervienen en el fenómeno mismo de la trata de personas, ya sea por la configuración de cartografías sumergidas de trabajo precario a lo largo y ancho del mundo (Sassen, 2003), o porque como nos dice Helio Gallardo no puede haber total práctica de los derechos humanos en un sistema capitalista. Así, por ejemplo, y de acuerdo con Lya Fernández de Mantilla y Jakeline Vargas Parra (2014), tenemos que:

 

Un factor en común de los relatos de las personas que de diversas formas han sido explotadas en la trata, es que fueron víctimas de este delito buscando tener una vida mejor a través de una posibilidad laboral que les permitiera entre otras muchas cosas, tener una casa propia, pagar la universidad de los hijos, ganar más dinero, contribuir en los gastos de su hogar, tener independencia, recuperar la salud de sus seres queridos, en otras palabras hacer efectivo el goce de esos derechos económicos, sociales y culturales promulgados en la Constitución Política.

 

Otra de las muchas razones es que a pesar de que se habla, o más bien se hablaba de trata de blancas en siglos anteriores, la trata de personas está siendo estudiada y están apareciendo instrumentos internacionales para combatirla de una forma, diríamos, muy reciente. Al respecto, cabe mencionar que no es sino hasta 1949 con la creación de la Convención Para la Supresión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena, cuando son catalogadas como criminales las personas que explotaran sexualmente a otras, sin que se estableciera de forma definitiva una definición formal de trata de personas, la cual como hemos visto, no aparece sino hasta el protocolo de Palermo referente a dicho tema en el año 2000 (Guerrero 2013).

 

Otro importante razón por la cual la CPI ha decidido ocuparse de procesar delitos asociados con la criminalidad de guerra, más allá de las obvias razones que atañen a que la guerra es un asunto de preocupación central ya que a causa de ella puede llegar a verse violentada la dignidad humana de múltiples formas, es el tema de la soberanía de los Estados. La soberanía, en primer término, atañe a la capacidad de decisión de una determinada autoridad en un espacio determinado, aunque cabe recordar que de acuerdo con Luis Magno Pinto (2015)  la existencia de estructuras de autoridad no presupone necesariamente la existencia de estructuras de soberanía. En el mundo moderno, cabe decir, esta se ha complejizado ya que ha surgido a la par del proceso de construcción artificial de identidades nacionales (Pinto 2015). La cuestión que surge entonces es la de cómo llevar a cabo una jurisdicción internacional apropiada de delitos como la trata de personas respetando la soberanía de los estados, un concepto de por sí variable con el paso del tiempo. Recordemos, para centrarnos un poco más en este concepto, que para Bodin la soberanía consistía en el poder absoluto y perpetuo de la República, que para Rousseau era un atributo derivado del contrato social y que para Hegel consistía en la racionalización jurídica del poder (Gamboa, 2012).

 

La cuestión soberana respecto al derecho internacional se puede encontrar muy bien relacionada para el caso de la CPI en el concepto de jurisdicción complementaria, por la cual se reconoce la competencia de los Estados sobre los crímenes de competencia de la misma corte. De hecho este principio es uno de los tres principios centrales del Estatuto de Roma por el cual se creó la CPI. De acuerdo con Nelson Socha Masso (2010) este principio responde a unas realidades concretas de la política internacional razón por la cual las posibilidades de actuación de la CPI estarán condicionadas por esas realidades y por los márgenes de discrecionalidad de las normas de admisión de un asunto o situación. Sin embargo, de acuerdo con autores como Bazan (2008), la soberanía complementaria tal cual como existe hoy día, es escenario de una excesiva concesión de soberanía. Por esa razón, autores como Sandra Gamboa Rubiano (2012), se preguntan si la limitación de la soberanía a partir de la jurisdicción complementaria, no resulta un paso atrás en cuanto a lo que a la protección de derechos se refiere, más aun cuando se trata de perseguir crímenes de Estado.

 

El hecho es que son los mismos Estados, y desde luego la cooperación entre ellos que surge a raíz de la jurisdicción universal de los derechos humanos, quienes se encargan se combatir flagelos internacionales que atentan contra la dignidad humana más allá de los delitos tipificados en el artículo cinco de la CPI [4]. Esto en consonancia con el hecho de que se considera desde el siglo XX que las personas son sujetos de derecho internacional, siendo esta para autores como Jorge Enrique Carvajal (2012) la mayor innovación del derecho internacional público en dicho siglo. Un cambio que sin embargo va más allá de la idea de soberanía como algo absoluto ya que:

 

El discurso de los derechos humanos se introduce como paradigma que marca las relaciones entre los Estados y el ámbito nacional (…). La aceptación, por parte de los Estados, de los distintos medios normativo-jurídicos e institucionales por fuera de los marcos nacionales produjo un giro sustancial en el entendimiento del derecho. Esta situación se legitima gracias al desarrollo de los principios del derecho público internacional, específicamente el marco jurídico relacionado con el denominado “derecho de los tratados” o “derecho de Viena”. El derecho de los tratados fortalece la justicia internacional, al darle a los fallos el elemento de obligatoriedad frente al Estado que ha suscrito el convenio (Carvajal 2012, pág 85).

 

En torno a este punto que relaciona derechos humanos con soberanía y jurisdicción complementaria, e incluso con la posibilidad misma de acción de la CPI, hay que tener en cuenta que dichos temas se mueven en un contexto global de luchas, intereses y relaciones de poder. Al respecto, bien podemos tener en cuenta que el 2 de agosto de 2002, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la American Servicemembers Protection Act, o Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense, con el objetivo de debilitar a la Corte Penal Internacional. Es así como en el plano internacional los países que pretenden la hegemonía global, y que irónicamente fueron los que instauraron el tribunal de Núremberg finalizada la Segunda Guerra Mundial, como lo es el caso de EE. UU. y Rusia, hoy por hoy evitan ratificar tratados que los comprometan a rendir cuentas en caso de guerra como por ejemplo el Estatuto de Roma que da nacimiento a la CPI. Dichos países, cabe agregar, poseen a su vez un gran poder económico y político, razón por la cual al no ratificar tratados están dando no solo un muy mal ejemplo a la comunidad internacional, sino que con ello le quitan compromiso eficaz a la lucha de los delitos que procesa la CPI y desvían la atención hacia otros temas mucho más bélicos que aquellos relacionados con una real cooperación social internacional.

 

Es así como los intereses bélicos de los países hegemónicos y sus afanes armamentistas, hoy en día se podría decir que van en contra vía de la evolución del derecho internacional público, y la consecuencia de ello es que se solapa en gran parte todo aquello que se refiere a una eficaz lucha contra los delitos del crimen transnacional y de delitos y fenómenos repudiables y que atentan contra la dignidad humana como lo es la trata de personas.

 

Las difusas fronteras de la criminalidad de guerra como principio de precaución jurídica internacional y los límites que impone al DPI el principio de la legalidad del delito

 

Para comenzar este apartado final bien podemos decir que una de las principales razones por las cuales la CPI mantiene jurisdicción procesal sobre los delitos que contempla en su artículo cinco, limitándose especialmente a ellos, es a raíz del hecho que de cualquier forma el derecho es una abstracción de las complejas realidades humanas, y en esa misma medida este puede ser instrumentalizado por los grupos sociales hegemónicos en pro de sus propios intereses (Barbero 2010; Guerreo 2014). Es decir, tener un abanico amplio de jurisdicción le conferiría a la CPI un poder internacional desmesurado. Sin embargo, en el presente texto, a pesar de que se tiene en cuenta que ello es bastante cierto, delitos como el de la trata de personas y aquellos relacionados con el crimen transnacional deberían ser tipificados por la CPI, teniendo en cuenta que principios como el de la legalidad del delito sin duda alguna son garantes de que el poder de los altos tribunales internacionales no exceda sus propias competencias.

 

En lo que atañe al principio de la legalidad del delito, este es considerado ampliamente en el derecho como el eje vertebrador de todo el sistema penal (Mata 2010). Surge de la necesidad de reflexionar hasta dónde llega el límite de interpretación de la ley por parte de quienes la aplican, es decir, los jueces, así como del cuestionarse la forma de ejecución de una pena e incluso la duración de la misma. Es así como el delito, en primer lugar, debe ser procesado como tal siempre y cuando exista una tipificación normativa previa del mismo. En torno a lo que ello respecta, hoy día existen importantes instrumentos jurídicos internacionales dentro del ámbito del derecho internacional público para combatir tanto el crimen transnacional como la trata de personas. Entre los instrumentos existentes para combatir la trata de personas bien podemos mencionar los siguientes.

 

  • La Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional.
  • El Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional.
  • El Protocolo contra el tráfico ilícito de migrantes por tierra, mar y aire, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional.

 

De una manera menos específica también podemos encontrar los siguientes instrumentos:

 

  • Convención sobre los Derechos del Niño (1989).
  • Protocolo facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño relativo a la venta de niños, la prostitución infantil y la utilización de niños en la pornografía (2000).
  • Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (1979).

 

De igual forma podemos encontrar una gran variedad de pronunciamientos y documentos no vinculantes como por ejemplo:

 

  • Principios y Directrices Recomendados sobre los Derechos Humanos y la Trata de Personas, del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2002).

 

  • Resolución 57/176 de la Asamblea General, de 18 de diciembre de 2002, titulada “Trata de mujeres y niñas” [5].

 

En lo que respecta al crimen organizado transnacional, en el marco de las Naciones Unidas podemos destacar el congreso de las Naciones Unidas sobre la Prevención del Crimen y el Tratamiento de los Delincuentes, llevado a cabo en Ginebra del 1 al 12 de septiembre de 1975 (de acuerdo con autores como Isidoro Blanco allí comenzó el debate sobre el crimen organizado). Otra de las más importantes convenciones y congresos en torno al fenómeno del crimen transnacional, este sin duda el principal de los celebrados hasta el momento en dicho ámbito, fue la Conferencia Mundial Interministerial Sobre el Crimen Organizado Transnacional, llevado a cabo en Nápoles en Noviembre de 1994. Por otra parte, entre los más importantes instrumentos y convenios de los que muchos países hacen parte, con el objetivo de combatir el crimen organizado transnacional, encontramos por ejemplo los siguientes.

 

  • Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas.

 

  • Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional.

 

  • Convención Interamericana sobre Asistencia Mutua en Materia Penal.

 

  • Tratado de Derecho Penal Internacional Montevideo 1889.

 

Varios son por tanto los instrumentos que existen hoy día para combatir la trata de personas o el crimen organizado transnacional y a los cuales se han adherido varios Estados. Sin embargo, hay que tener en cuenta, que en los procesos de globalización contemporáneos hay un gran número de intereses y que debido a ello estructuralmente no se ataca de forma directa a los fenómenos que causan por ejemplo el flagelo de la trata de personas. Al contrario, hoy por hoy los Estados prefieren hacer uso de lo que Van Den Wyngaert (1999) y Anarte Borrallo  (1999) (citados por Miralles, 2016) han llamado “adopción de estrategias de emergencia”, postulando incluso, mediante dichas estrategias, “la derogación de ciertas reglas y principios tradicionales del derecho penal y procesal con objeto de facilitar la intervención y asegurar la prevención y el control” (Miralles 2016).

 

Por otra parte, y a pesar de que además del principio de complementariedad la CPI, a través de su segundo principio reconoce que tiene competencia sobre los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto, y que en el tercero se establece que se debe tener en cuenta de la manera más amplia posible el derecho internacionalmente aceptado (Socha, 2010), y pese a las ayudas en términos de consultaría jurídica que presta la CPI, por ejemplo, esto resulta insuficiente para combatir el crimen organizado transnacional y fenómenos como el de la trata de personas. Y ello es así, en gran parte, porque en la juridicidad penal internacional prima desde finales de la Segunda Guerra Mundial, tal como se mencionó en líneas anteriores, el paradigma de la represión de la criminalidad de guerra. Dicho paradigma opera a la manera de un principio de precaución jurídico internacional. Al respecto, cabe traer a colación que de acuerdo con la sociología pragmática, más exactamente aquella que es trabajada por autores como Francis Chateauraynaud (2011), aquello que es aprehendido esencialmente bajo la lógica del riesgo, suele imponer gradualmente el principio de precaución como régimen político y cognitivo dominante, ello lleva a asimismo a una ética determinada, para el caso que nos compete, una ética que ha captado como principal riesgo global la amenaza de las grandes guerras, o el hecho de que se vuelva a producir un episodio como el del campo de concentración de Auschwitz.

 

De esta forma, la comunidad internacional concuerda que aquello que se debe prevenir desde un punto de vista penal es la criminalidad de guerra, o, más específicamente, el daño indiscriminado y desmesurado que la misma le pueda ocasionar a la población civil. En el presente texto, no se pone en cuestión que aquel deba ser el principio de precaución hegemónico en la juridicidad internacional, de hecho es muy conveniente, sin embargo, puede que el énfasis excesivo, delimite, al menos de momento, históricamente hablando, otras cuestiones como la relación que existe entre la pobreza, un sistema económico global con una desigual división internacional de los sistemas productivos y el crimen transnacional.

 

Para terminar, hay que reconsiderar nuevamente que a pesar de lo favorable que resultaría que la CPI viera incrementadas sus competencias, el poder resultante de aquello bien podría desequilibrar de varias formas las relaciones internacionales, de hecho, recordemos, como se mencionó líneas atrás que países como EE. UU. Y Rusia desconfían altamente de la Corte (se podría decir, de hecho, que en general los cinco miembros principales del Consejo de las Naciones Unidas son quienes desconfían e interfieren con las labores de la CPI, ya que ven un poco en riesgo la cuota sobredimencionada de poder que tienen en dicha institución, de forma tal que bien se podría llegar a proponer que es el mismo Consejo de Seguridad de la ONU, el principal actor que impide que haya hoy una cooperación plena entre países). Sin embargo, como ya se había dicho de igual forma, en líneas anteriores, este poder podría verse restringido por las dinámicas del derecho actual, ello siempre y cuando dichas competencias nuevas se adecuen a temas específicos como el crimen transnacional, y se restrinjan al principio de la legalidad del delito. A modo de ejemplo, algunos presupuestos implícitos en dicho principio, bien podría ser la deducción de Ferrajoli (1940) (citado por Calcagni, 2015) de que  “La justicia no es condición necesaria ni suficiente de la validez de la norma”, ya que la creación de una norma debe estar en función de otras, lo cual se deriva directamente de la deducción de que  “El derecho válido no es una derivación del derecho justo”, ya que lo justo a menudo suele ser percibido de forma subjetiva y por ende desde un conjunto determinado de ideologías. Conviene así apegarse de forma positiva a la evolución histórica misma del derecho penal internacional.

 

A manera de conclusión:

 

Como se ha mostrado la Corte Penal internacional contempla en su artículo cinco competencias para juzgar los crímenes de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crímenes de agresión. Ello se encuentra adscrito en un paradigma jurídico que surgió al finalizar la Segunda Guerra Mundial por el cual se adopta como principio de precaución básico de la juridicidad penal internacional, evitar y combatir, mediante la sanción que imponen los procesos penales, los delitos que se puedan cometer contra la población civil en contextos de grandes y devastadores conflictos armados. Por otra parte, se podría decir que más allá de dicha razón, no se contempló colocar por ejemplo el crimen organizado transnacional en dicho artículo cinco, a causa de que el mismo hunde sus raíces en muchas situaciones estructurales las cuales están ligadas a su vez con los mecanismos mismos de la economía global. Por otra parte, la CPI es un organismo aún de reciente aparición y los fenómenos que un sistema jurídico y penal ampliado debería combatir y procesar, se encuentran hoy apenas en proceso de estudio y comprensión. Sin embrago, es muy probable que muchos cambios, en un mundo que hoy va tan de prisa, se vean llegar en cualquier momento. Como nos dice Virginia Petrova Georgieva:

 

Ahora vivimos en una nueva era: la de la “judicialización” del sistema jurídico internacional. A partir de la década de los noventa se produjo una multiplicación (o proliferación) sin precedente de tribunales internacionales. De tal modo que, en la actualidad, en el ámbito internacional, existen más de 50 órganos que cumplen con funciones de naturaleza judicial o casijudicial (Petrova, 2015).

 

 

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[1] Cabe destacar que para autores como Inmaculada Lozano Caro, lo transnacional hace referencia principalmente a las lógicas que atañen a más de un Estado-nación.

[2] Otro concepto de crimen transnacional es el que nos brinda Juan Carlos Garzón, el cual es “sistema de relaciones, con jerarquía y asociaciones temporales; centrado no solo en depredar sino en suministrar bienes y servicios ilegales en un mercado diverso; con capacidad de coacción y uso de la violencia contra quienes le reten (grupos criminales rivales o el Estado); durante cierto tiempo, en todo caso longevo” (Garzón, 2008: 30).

[3] Los otros dos protocolos son el “Protocolo contra el Contrabando de Migrantes por Tierra, Mar y Aire” y el “Protocolo contra la fabricación y el tráfico ilícito de armas de fuego”.

[4] Al respecto cabe mencionar que Cervini y De Araujo definen la cooperación penal internacional, como “el conjunto de actividades procesales (cuya proyección no se agota en las simples formas), regulares (normales), concretas y de diverso nivel, cumplidas por órganos jurisdiccionales (competentes) en materia penal, pertenecientes a distintos Estados soberanos, que confluyen (funcional y necesariamente) a nivel internacional, en la realización de un mismo fin, que no es sino el desarrollo (preparación y consecución) de un proceso (principal) de la misma naturaleza (penal), dentro de un estricto marco de garantías (acorde al diverso grado y proyección intrínseco del auxilio requerido) (Miralles 2016).

[5] Instrumentos tomados del Manual para la lucha contra la trata de personas, de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito, del año 2007.

Autor: Miguel Ángel Guerrero Ramos

La participación pública en la criminalidad de odio y el delito de peligro

La criminalidad de odio es un delito que por su frecuencia muchas veces naturalizada, y con la ayuda de los medios masivos de comunicación, bien puede llegar a pasar desapercibido. Por otra parte, instigar el odio hacia un colectivo o hacia alguien en particular, no solo atenta contra los derechos fundamentales, sino que además coloca a la víctima en situación de peligro, ya que el odio mismo incentiva y promueve el daño contra ella.

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De acuerdo con autores como María Luisa Jiménez Rodrigo y Rafael Augusto Dos Santos (2015) los medios de comunicación no solo son agentes que tienen parte de la responsabilidad en la conformación de la opinión pública sobre los asuntos de seguridad ciudadana (Barata I Villar, 1999; citado por Jiménez y Dos Santos, 2015), sino que tienen además un gran poder decisorio en cuanto a lo que atañe a la definición de la agenda política y de la reforma penal (Melón; Álvarez Jiménez; Pérez Rothstein, 2015; citado por Jiménez y Dos Santos, 2015).

 

Al respecto, cabe apuntar que en la época contemporánea gran parte de los medios masivos de comunicación, en concreto las redes sociales, se encuentran al alcance de la mano de una gran cantidad de personas y ciudadanos, quienes a través de ellas pueden difundir, en tiempo real, una gran cantidad de ideas e información más allá de las limitaciones físicas de los emplazamientos geográficos. Cabe destacar, al respecto, que a través de dichos medios se puede propagar la criminalidad de odio y el delito de peligro. De acuerdo con Esteban Ibarra presidente del Movimiento Contra la Intolerancia:

 

Son millares los delitos de odio que pasan inadvertidos, muchos sin denunciar, por miedo a represalias o desconfianza institucional entre otras causas, lo que ayuda a los agresores cuyo anonimato y no reivindicación facilita una trivialización del problema, construyéndose una mirada colectiva de indiferencia y aceptación de la banalidad del mal (Ibarra, s.f.: 1).

 

En el informe sobre incidentes relacionados con delitos de odio en España, esta tipología de criminalidad es definida como:

 

…todas aquellas infracciones penales y administrativas cometidas contra las personas o la propiedad por cuestiones de “raza”, etnia, religión o práctica religiosa, edad, discapacidad, orientación o identidad sexual, por razones de género, situación de pobreza y exclusión social o cualquier otro factor similar, como las diferencias ideológicas.

 

Dicha criminalidad de odio, con los medios masivos de comunicación de hoy día no sólo puede llegar a manifestarse en forma de violencia física. Derechos como el buen nombre o el de la intimidad, o el del Habeas Data, contemplados ellos en múltiples instrumentos internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pueden llegar verse violentados a causa de dicha criminalidad. De igual forma, instigar al odio hacia un colectivo o hacia alguien en particular, no solo atenta contra los derechos y los bienes jurídicos fundamentales, sino que además coloca a la víctima en situación de peligro, ya que el odio mismo incentiva y promueve el daño contra ella.

 

Incentivar el odio también puede llegar a ser trasversal al denominado delito de peligro

 

De acuerdo con Mario Eduardo Corigliano (2016), la noción de peligro como noción en sí misma se encuentra usualmente poco contemplada por la ley. Se trata, por tanto, de una noción sin autonomía propia que ha de ser referida de una manera antijurídica y general construida, principalmente, por dos componentes básicos, la posibilidad o probabilidad de la producción de un resultado dañino y el carácter lesivo de dicho resultado. No obstante, el mismo autor, citando a Von Rohland, nos recuerda que “el Derecho Penal debe ocuparse no sólo del daño real producido a los bienes jurídicos, sino también a la posibilidad del mismo y, con ello, del peligro como objeto importante de la investigación criminal”.

 

En torno a este debate cabe traer a colación la obra de Francisco Muñoz Conde (2010) Teoría general del delito, quien nos recuerda en ella que en el código penal colombiano se excluye a los cómplices en los delitos cometidos por procedimientos que faciliten la publicidad, de manera tal que se hace responsable criminal solamente a los autores directos, es decir, quienes propagan la información en primera instancia, o, más exactamente, los responsables de los delitos y faltas que se cometen utilizando medios o soportes de difusión mecánicos.

 

Formas de participar en un delito en efecto puede haber varias desde las distintas categorizaciones del derecho penal, como la participación por imprudencia, la cual debe ser punible sólo en su forma dolosa, es decir, desde que el participe o imputado conociera y quisiera su participación en el hecho típico y antijurídico, o la cooperación en el delito con acciones neutrales, lo cual consiste en la cooperación de un delito con acciones que pueden llegar a ser comunes en la vida cotidiana, como por ejemplo “vender una navaja al maltratador que apuñala con ella a su mujer o un producto tóxico a quien luego lo emplea para envenenar a otro, transportar al lugar del robo a quien ya allí lo comete arrendar un piso a un grupo terrorista…” (Muñoz, 2010: 187), entre otros. Estas conductas, cabe decir, usualmente son tipificadas como delitos si se realizan de forma dolosa.

 

Pero volvamos a la excepción de la participación por delitos cometidos con medios que facilitan la publicidad. De acuerdo con Muñoz Conde (2010), nuevamente siguiendo el Código Penal Colombiano, nos indica que hay una excepción de juzgar a todos los partícipes del delito, aun con dolo, para evitar una excesiva limitación de la libertad de expresión por ejemplo en la prensa. Sin embargo, la responsabilidad en cascada, según la cual establece responsabilidades y autorías escalonadas, es eficaz para combatir este tipo de criminalidad. Así, de acuerdo con el autor mencionado, se trata penalmente, en primer lugar, a quienes hayan redactado el texto o producido el signo y de quienes les hayan inducido a realizarlo, en segundo lugar, se trata a los directores de la empresa grabadora, reproductora o impresora.

 

Sin embargo, hay que anotar que este asunto se complejiza con los medios masivos de la actualidad mediante los cuales, cualquier persona puede, por ejemplo, desde casa, incentivar el odio e incluso incentivar que se dañe físicamente a alguien colocando un simple comentario en una casilla correspondiente para ello en Facebook o en un blog de Internet.

 

Al respecto, la postura de este texto es que de poderse identificar plenamente al culpable del delito (lo que con los medios actuales de comunicación que permiten el anonimato también es algo difícil), el derecho penal debe actuar según sus normativas. Ello, aun si no hay un daño físico en cuanto tal, ya que, siguiendo a Roland Hefendehl (2002), el Derecho Penal debe ocuparse de riesgos futuros, ya que una acción típica aislada nunca producirá un atentado real e inmediato contra bienes jurídicos colectivos, pero sí lo puede hacer con el trascurso del tiempo (como cuando una empresa vierte desechos al mar, se dice que no hay un daño que se manifieste de forma inmediata, pero con el tiempo se produce deterioro del medio ambiente).

 

Por otra parte, incentivar el odio no solo produce contra el o los afectados una situación de probable daño físico o de posible atentado contra el bien jurídico de la vida, sino que aun sin llevarse a cabo el daño físico en cuestión, puede haber un daño psicológico que no es otra cosa más que una forma de tortura, la cual puede ser usada fácilmente hoy día de forma masiva en un entorno de redes sociales. Recordemos con Ignacio Mendiola (2014), que la tortura es una práctica sistemática de humillación y de privación de la dignidad humana, además, de acuerdo con dicho autor, no hay tortura sin torturabilidad, es decir, sin los relatos que apuntalan el desprecio y la negación de determinados sujetos (Mendiola, 2014).

 

Conclusión:

Ya para terminar, hay que advertir que es necesario que el Derecho Penal actué juzgando a los autores directos según sus responsabilidades, mientras que, por otra parte, la misma ciudadanía debe cooperar activamente en que los actuales medios masivos se utilicen con fines de propagar el daño y de esa forma el posible daño hacia alguien o hacia un determinado colectivo. Ello, bajo la idea de que debe existir una ética de utilización sobre dichos medios que no socave la dignidad humana, o que para ir incluso un poco más allá, no permita, en términos de Theodor Adorno (1993), que se repitan situaciones como la del campo de concentración de Auschwitz.

 

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Muñoz Conde, F (2010). Teoría general del delito. Bogotá: Temis.

 

Autor: Miguel Ángel Guerrero Ramos

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